En la literatura juvenil Emilio Salgari, es un autor que garantiza una intensa emoción, cambiando con una gran naturalidad los escenarios en donde sus interesantes personajes viven intensas aventuras. Salgari Escritor Italiano nace en Verona en 1863 muere en 1911, autor de novelas de aventuras traducidas a todos los idiomas.
Novelista italiano. Autor de numerosos relatos de aventuras, alcanzó vasta popularidad entre la juventud. Cultivó el género de la novela de aventuras y ficción. Según su temática, sus obras pueden agruparse en libros de la jungla, de piratas (como los de Sandokán), del oeste americano. Entre sus obras, merecen ser citadas Los piratas de la Malasia, Los tigres de Mompracem, El Corsario Negro, Aventuras entre los pieles rojas, Sandokán, el Rey del Mar y Los tigres de la Malasia.
Fragmentos de:
EN CADA TOMO VIENEN CINCO GRANDES AVENTURAS QUE SE INICIAN ASÍ….
TOMO 1.
Este hombre cuya frente se había contraído de un mundo feroz, de sus ojos salían relámpagos de luz sombría, por entre sus labios mostraba los dietes fuertemente apretados y todos sus miembros temblaban. En aquel momento era el jefe formidable de los feroces piratas de Mompracem; el hombre se hacía diez años venía ensangrentando las costas de Malasia; el hombre cuya audacia extraordinaria y valor indómito se había valido el sobrenombre del tigre de la Malasia.
Una muchedumbre compacta había invadido la hatobera que se extendía por delante de la opulenta mansión contemplaba la bahía, poníala con frecuencia en conmoción la llegada de ricos palanquines ocupados por nobles y por damas de la alta aristocracia, llevados por robustos jóvenes y precedidos de uno a modo de paje que se iba gritando sin parar. ¡Scinatiró! ¡Scinatiró! (¡Paso a mi señor!)
Treinta años atrás, cuando los daimios, aquéllos soberbios feudatarios soportaban de mal grado la autoridad del emperador, el rito ese quería decir “¡arrodillaos!”.¿Hay recibo en casa del daimio? No, es que se casa su hija, la bellísima Sehima. ¿Con quién? Con un extranjero que quizá mañana sea nuestro enemigo. ¿Y quién es el extranjero ese? Un teniente Ruso. ¡Triste matrimonio! ¡Mezclarse la sangre japonesa con la de un bárbaro de Occidente?
TOMO 2.
El tren, a sólo cincuenta metros de distancia, seguía ardiendo con crepitaciones y estallidos. Todas las armas del fuego de aquellos desgraciados viajeros, fueron unas y otras disparándose al contacto de las llamas y lanzando las balas en todas las direcciones. No se sentía ya el olor a carne quemada, pues los cadáveres estaban reducidos a cenizas, lo mismo que la mayor parte de las telas, cortinas, cojines y las colchonetas que servían de cama por las noches, y lo que aún duraba, acababa de consumirse, envolviendo todavía a los restos del tren en un humo densísimo. La máquina completamente reventada tenía aún carbones encendidos, y parecía que, aunque derribada, estaba dispuesta a escapar de un momento a otro.
En lo alto de la escala, Sandokan esperaba a Yáñez y a los prisioneros al lado de una bellísima jovencita de cutis ligeramente bronceado, facciones dulces y finas, ojos negrísimos y cabello largo y trenzado con cintas de seda. Vestía el traje pintoresco de las mujeres indias. Algunos hombres de color aceitunado y con la divisa blanca de la marina de guerra alumbraban la escala con grandes linternas. Yáñez que fue el primero que subió a la toldilla, tendió enseguida una mano al terrible pirata y otra a la joven india. ¿Nada? – preguntó con ansiedad el “tigre de la Malasia” ¡Míralos! – respondió Yáñez.
Sandokan dio un grito y se lanzó a Termal-Naik, mientras que Damna se echaba en brazos de la joven india, exclamando. ¡Surama! ¡Creía que no volvería a verte más!
TOMO 3.
Es una historia un poco larga, que quizá encuentre usted interesante. Hace algunos años, un indio que se ganaba la vida cazando valerosamente serpientes y tigres, encontró a una joven blanca, de cabellos rubios. Durante muchos días se vieron, hasta que el corazón del indio se inflamó de amor por aquella jovencita misteriosa, que todas las tardes a la hora del crepúsculo, se le aparecía. Aquella flor perdida en los juglares pantanosos era, desgraciadamente, la virgen de los Thugs, y representaba sobre la tierra a la mostruosa Kali. Entonces vivía en los amplios subterráneos de Raimangal, donde se ocultaban los sectarios para huir a la persecución del gobierno de Bengala. El gran sacerdote de esos bribones, la mandó robar de Calcuta. Era la hija de uno de los más valientes oficiales del ejército angloindio: el capitán Croissant.
¡A la salud del doctor y al buen éxito de la empresa! Repicaron los dos marinos. Después de un momento de silencio, el doctor continuó:
Os había traído en mi compañía para hacer un viaje alrededor del mundo, sin otro propósito que realizar algunas excursiones en la manigua del Indostaní y las selvas gigantes del África. Pero como dice un adagio español, “el hombre propone y Dios dispone”. Por esta razón, en vez de recorrer el Globo, vamos a internarnos a través de este misterioso continente.
Nuestras piernas están firmes –dijo el contramestre– de modo que poco nos importa que se vaya acá o allá. ¡bien dicho! – Pero, sin duda ignoráis el objeto de esta expedición. Se trata de encontrar aun compatriota nuestro que hace seis meses Salió de Melbourne para una exploración en el interior de este continente y cuyo paradero se ignora, pues no se tiene la menor pista.¿Quién es ese compatriota nuestro? –preguntaron a un tiempo Diego y Cardozo. El señor don Benito Herrera, valiente zoólogo que se había propuesto explorar los desiertos pedregosos del interior y llegar a las costas septentrionales del golfo de Carpentaria.
TOMO 4.
Bennie y su joven compañero hallábanse en la parte más abrupta y bravía del estrecho valle, o mejor dicho del largo desfiladero. Aunque apenas serían las doce, la luz era escasa, pues el sol no podía penetrar hasta el fondo del valle a causar detallarse como encajonado entre las altísimas paredes roqueñas revestida de plantas trepadoras, de musgo y césped.
A diestra y siniestra de los cazadores: espesísimo matorrales fuera de los árboles secuales de exhurante ramaje, ensombrecían aún más el desfiladero. No se oía el gorgeo de un ave ni gritos de animal alguno; solamente, muy lejano, llegaba a los oídos de los dos hombres, el rumor sordo y continuo de una cascada, o quizá de una caída de agua en lo alto de la montaña. Bennie y Armando, con las escopetas preparadas y conteniendo la respiración, escuchaban ansiosamente. ¿Sabe usted qué clase de animales seguimos? No Pues es un oso ¿Gris? Preguntó con inquietud el vaquero.
Bandhara había presenciado el saqueo y la traición de Dhundia, sin poder evitar el primero ni castigar al segundo. Entre los bandidos reconoció a Sitana el fakir y a barwani. Haciendo esfuerzos desesperados y agarrándose a las hierbas, pudo salir del pantano en que había caído el elefante.
Era ya demasiado tarde para seguir a los bandidos; y sin preocuparse de Bangavdy, que lanzaba bramidos de dolor se dirigió a socorrer a Toby y a Indri.
Los encontró casi desnudos, por obra de los ladrones, y tendidos uno cerca del otro. ¿Los habrán asesinado? –Se preguntó con terror– ¿Ay de ti, miserable fakir, si lo has matado! Bien pronto se convenció de que no tenían heridas, excepto varias erosiones sin importancia que se produjeron al caer.
¡Nos ha derribado, señor! ¿Te han robado el diamante? ¡Sí el Koh-I-noor, el Koh-I-noor! –exclamó con voz apagada. Los bandidos, que estaban emboscados entre las hierbas se lanzaron sobre Thermat y Poona, y después de matarlos nos robaron el diamante y huyeron.
TOMO 5.
La “nueva Georgia” había dejado el puerto japonés de Yokohama el 24 de agosto de 1836 con dirección a Australia. Aunque ya contaba quince años, la “Nueva Georgia” era todavía una hermosa nave, que pasaba por ser de las mejores de la marina mercante americana. Podía decirse que el más grande velero que en aquel tiempo cruzaba las aguas del Océano Pacífico, puesto que desplazaba dos mil toneladas y lleva la arboladura completa de una verdadera nave, con velas en el trinquete, en el palo mayor y en la mesana. Destinada en principio a servir de crucero a la marina republicana, fue luego vendida al capitán James Hill, de Boston que buscaba a la razón, un sólido buque para ejercer el tráfico bastante peligroso y difícil, aunque muy ventajoso, especialmente en aquella época.
Había hecho ya siete viajes afortunados, y a la razón comentaba el octavo, con aquel peligroso cargamento, que estaba seguro de conducir hasta Melbourne, así como las sederías destinadas a vestir a las bellas australianas.
Al día siguiente, apenas había salido el sol, zarpada del puerto la expedición bajo el mando del Olonés, del Corsario Negro y de Miguel el Vasco. Despediánla el redoble de los tambores, los tiros de fúsil de los bucaneros y los estrepitosos ¡Hurras¡ de los filibusteros que tripulaban los buques anclados. Componíase de ocho naves, entre grandes y pequeñas, armadas con ochenta y seis cañones, y tripuladas por seiscientos cincuenta hombres. El barco del Olones montaba dieciséis piezas de artillería, y doce El Rayo.
Por ser éste el más veloz, navegaba a la cabeza de la escuadra sirviéndole de explorador. En lo alto del palo mayor ondeaba la bandera negra, con bordados de oro, de su comandante, y en el palo pequeño, el gallardete rojo de los buques de combate, detrás iban los otros buques en doble línea, pero distanciados lo suficiente para poder maniobrar sin peligro de encontrarse o de cortarse el camino unos a otros.
Ya en mar abierto, la escuadra se dirigió hacia Occidente para ganar el canal de Sopravento y desembocar en el mar Caribe.
TOMO 6.
Los sitiados, viendo que los turcos se mantenían tranquilos, habían suspendido el fuego. Comenzando a prepararse las municiones. Luego sentándose ante la gran mesa para discutir lo más conveniente, mientras dos cretenses velaban tras de la puerta de la factoria.
Cada momento que pasa –decía Domoko– aumenta el peligro. He visto a uno de esos merodeadores huir hacia Candía, y no habrá ido ciertamente a tomar por asalto el bastión del puente de las Lides. Dentro de poco, pues, veremos llegar de destacamento turco que podrá quizá matarnos a todos.
Me pareces más inquieto de lo que acostumbras, y me extraña, pues no te vi nunca temblar ante el peligro –observó Murley –el-kadel.
¿Hasta cuándo crees, Muley, que debemos permanecer aquí? Pocas horas. Si estas cansada, echate en una cama y descansa. No, estoy acostumbrada a las fatigosas guardias de los bastiones de Candía, y prefiero ver lo que hace el enemigo. Por algo me llamáis el Capitán Tormenta –repuso la joven con hechicera sonrisa.
No se presentaba la noche muy favorable para efectuar aquel regreso a la desembocadura del Raritón en busca del corsario. La marea salía de los canales con fragorosa violencia, y el agua comenzaba a inundar la embarcación.“Cabeza de Piedra” ordenó encender un fanal a proa, encargando a Hulbrik que fuera señalando los escollos. ¡Atención a las velas, y no os preocupéis de otra cosa!
La noche será pésima. Puedes confiar en mí –respondió el gaviero– en manos de un bretón, dos velas es cuestión de juego. Entraron en el canal a gran velocidad. Dentro de él la niebla era menos espesa, porque la desgarraba el aire. “Cabeza de Piedra”, que conservaba su excelente vista, no sólo distinguía la costa, sino también la larga fila de arrecifes que el Atlántico batía furiosamente. Si no tenemos un mal encuentro un mal encuentro, antes de la noche de mañana veremos a nuestro comandante, ya sea en el Raritón ya en el Hudson. Abrid bien los ojos, tened cuidado con las velas.
TOMO 7.
¡Tres! ¡Once! ¡Siete! ¡Gané!
Una exclamación de contrariedad brotó de los labios del poco afortunado capitán, mientras a su alrededor estallaron algunas risas, pronto reprimidas. ¡Por las barbas de Mahoma! –exclamó el polaco arrojando sobre el taburete dos cequíes- ¿Habéis hecho algún pacto con el diablo, señor perpignano? ¡Dios me libre! ¡soy un buen cristiano!
Pues alguien debe de haberos enseñado a echar los datos ¡Apostaría mi cabeza contra las barbas de un turco a que ese alguien es el capitán Tormenta!
Juego con frecuencia con tal valeroso caballero, pero no me ha dado ninguna lección. La reina de los antropófagos, rodeada de los capitanes y los famosos guerreros de la tribu, debía de haber comenzado el sacrificio consagrado a las divínidades del mar. Las rocas impedían al corsario ver la extraña ceremonia. Los indios reunidos en la playa se habían arrodillado y unían sus voces a las que venían de la escollera.
Era un canto triste, monótono, sin cadencias, que parecía el romper de la ola en la playa. De pronto se restableció el silencio. Todos los indios se habían tendido en el suelo con la frente hundida en la arena. El sol estaba próximo al caso; se sumergía en el mar entre dos nubes de color de fuego, lanzando sus últimos rayos sobre la cima de la escolera. ¡Miradla! Exclamó de pronto Carmaux.
En el fondo encendido del cielo había aparecido una figura humana. Estaba de pie en la punta extrema de la escollera, con los brazos extendidos hacia la tribu, que se agrupaba en la playa. ¡Guerreros Rojos! ¡nuestra reina proclama sagrados a los hombres blancos, hijos de las divinidades marítimas! ¡desventurado del que los toque!
TOMO 8.
La guardiana, la espléndida y rápida nave del capitán Alváez, estaba perdida; no era más que cuestión de horas; ¡Qué horrible catástrofe se preparaba en medio del océano, entre una tempestad inenarrable, en la cual iban a perecer los quinientos cincuenta hombres que la tripulaban, entre negros y blancos. Ninguna maniobra; ningún esfuerzo humano, podía ya salvarla; era una nave condenada a desaparecer tan trágicamente como habían desaparecido el crucero y el trasatlántico en los abismos del océano.
Su proa, que había echado a pique a dos buques en pocas horas, no había podido resistir, aunque había sido construida a toda prueba, a choque tan tremendo. Al grito lanzado por el marino anunciando la inminente pérdida del barco, hurtado, Kardec, Taseo y los carpinteros se precipitaron en la estiba, mientras los artilleros corrían a la batería para sujetar los cañones que amenazaban abrir nuevas brechas al barco en sus rudos choques contra la amura.
Los antiguos egipcios tributaban a las estatuas de Memnón una reverencia muy grande, que ni siquiera amenguó cuando los romanos, esos formidables conquistadores del mundo entonces conocido, invadieron las orillas del sagrado Nilo; antes contrario, también ellos tuvieron verdadera veneración por dichas estatuas, mirando como extraordinario el hecho entonces inexplicable, de que una de ellas sonara al salir o al transponerse el sol.
Los egipcios de la antigüedad afirmaban que aquellas notas tan sólo se oían cuando se acercaba un faraón a dichas esculturas, Asemejábase a la crepitación del azufre cuando se recalienta con la mano; pero el ruido era infinitamente más fuerte. Que era cierto que la piedra sonaba, nadie lo pone en duda, aun cuando hoy haya quedado tan callada como las demás piedras.
La causa de esto, que a los egipcios les parecía una maravilla milagrosa, era un hecho simplicísimo, que más tarde pudo explicarse. La “estatua parlante” como la llamaban, y que, según perece, representaba a un faraón de la primera dinastía, se quebró a la altura del vientre, por efecto de un terremoto, mientras que la otra pudo resistir la formidable sacudida. Desde entonces comenzó a sonar.